El pensador siempre llevará una cicatriz ardiente en el pecho
como primer impulso que lo llevó a reflexionar.
Difícil es ver una exposición de dictadura chilena sin salir
de la sala lleno de cólera, tristeza y con la cabeza llena de interrogantes.
Difícil es ignorar.
Difícil es fijarse en el enfoque correcto, en el recurso
artístico y la perfecta iluminación en un marco lleno de sonrisas fúnebres.
Difícil es dejar de pensar.
Difícil es creer que no heredamos nada de aquello.
Difícil es ver a quien no está, implorándonos salir de esa
fotografía.
Terrible es observar los miles de rostros y notar que hay
alguno que se parece a tu padre, a tu madre, a tus familiares, a tu sangre.
Darte cuenta de que no hay lejanía entre tu historia y la de ellos.
Terrible es esperar la recepción de un goce artístico y no
una mano empuñada en un par de gargantas.
La exposición consta de miles de fotografías que reflejan la
cotidianidad de las personas que vivieron la dictadura, en vez de enfocarse en
la pérdida propiamente tal, lo cual no deja de ser una realidad menos
horrorosa.
Se podría decir que revivimos la mirada de la gente de esos
años. Estamos hablando de habitantes que no sabían con totalidad los tipos de
torturas, el número de los detenidos desaparecidos, las manifestaciones, entre
otros, debido a la manipulación de los medios de comunicación, el toque de
queda y represión de cualquier pensamiento de izquierda.
Nos contextualizamos a través de las
fotografías, en las costumbres, en los malones, en los retratos iluminados, en la
angustia y la desesperación por no saber con exactitud lo que estaba pasando.
Una época en donde cientos de libros fueron quemados, prohibidos e informarse
por cuenta propia significaba un riesgo. Una galería para reflexionar un tiempo
del que nadie se hace cargo, una exposición para encolerizarse y que nos hace
arder la cicatriz una vez más.